jueves, 18 de enero de 2007

10. Rumbo al desierto

-¿Hacia donde vamos exactamente? -Me oí preguntar más tarde, con el tono indignado de un prisionero de guerra. Priscila torció la cabeza y gritó tres o cuatro palabras que se perdieron bajo el ruidoso motor de la Harley Davidson.
El cielo de Los Ángeles se parecía cada vez más a una mancha de jugo de ciruela sobre una camiseta batik. Un cielo lisérgico con un sol rojo hundiéndose en la distancia como un cliché de postal. De pronto, algo magnífico y fugaz (posiblemente una cigüeña o un pelícano) pasó volando fuera de mi campo visual y se echó a perder como el negativo velado de un auténtico momento Kodak. Intenté seguirlo con la cabeza pero fue inútil. El mundo estaba lleno de esas cosas. Instantáneas del paraíso disipadas a la vuelta de la esquina. Bastaba un parpadeo y uno se perdía la diapositiva que Dios usaba para responder los enigmas trascendentales.
Después de media hora de marcha la ciudad fue quedando atrás y el paisaje se acomodó gentilmente a mi enfoque de un solo ojo. Poco a poco, habíamos atravesado los suburbios para adentrarnos en un lujoso barrio de clase alta que parecía un diorama diseñado por la NASA. Se trataba de una multitud de casas formidables con piscinas aún más formidables y hermosos jardines con el césped recién cortado. En todas partes crecían palmeras de todas las variedades posibles, como rebaños de aves zancudas, que se interponían a la fuerza por encima del buen gusto.
Si uno miraba con atención el lugar cobraba un aura maligna y artificial a la luz del ocaso. Allí donde la perfecta simetría de los edificios rayaba con el capricho y la ostentación irracional, surgía un collage fantástico que incluía el exceso de Art Decó, arbustos con formas de animales, flamencos de plástico fluorescente y autos deportivos con llantas cromadas y dados de peluche colgando de los espejitos retrovisores.
El resultado provocaba una náusea intermitente. Era imposible no sentirse un intruso en un lugar tan exclusivo como ese.
¿Que haría esa gente si descubriera que el terrorista más buscado de todos los tiempos se encontraba paseando en moto por las mismas calles en que jugaban sus hijos? Mejor no pensar en eso.
Tomé aliento para importunar a Priscila con otra pregunta retórica, pero en lugar de eso suspiré con tristeza. Estaba realmente cansado. La poca energía que me quedaba se había esfumado al cruzar las puertas del edificio policial en pos de la libertad. Como un corredor de larga distancia al que lo abandonan las fuerzas justo después de cruzar la meta, mis piernas habían colapsado. Fue como si el maestro titiritero se hubiese retirado sin previo aviso... buenas noches Pinocho, ahí te quedas hasta que yo lo decida. Y yo me bamboleé escaleras abajo farfullando refranes y juegos de palabras sin sentido y haciendo gala de una fragilidad mental admirable. Terminé estirado cuan largo era sobre el acogedor mármol tibio.
Pero como los designios del Señor eran malévolos y no tenían consideración, Priscila y el Carcomante comenzaron a sacudirme y tironearme y me impidieron rendirme con sus argumentos de siempre.
-Hay que ver como funzionan loz mecanizmoz de la mente, Monito. Uno cree eztar al borde del dezmayo y zin embargo ziempre queda un poquito máz de cuerda. ¡Arriba!. ¡Arriba!.
Tuve que arreglármelas para permanecer de pie y recibir instrucciones como un soldado herido en el frente de batalla. Desde muy lejos, me pareció entender que Priscila pretendía robar una motocicleta, mejor dicho, pretendía que YO robara una motocicleta y que luego huyéramos hacia el desierto o las montañas o algún lugar inhóspito por el estilo. Mirándola desde esa perspectiva, con el sol brillando detrás, su cabello parecía estar envuelto en llamas.
-Quiero la roja -Dijo de pronto y hubo tanto énfasis en esas tres palabras, tanta definitiva certeza de que nadie podría jamás contradecirla, que no tuve más remedio que volver al mundo real y confrontar su mirada incendiaria y sus deseos descabellados.
Con el correr del tiempo me había acostumbrado a descifrar sus estados de ánimo. Sabía que su mal humor no era un rasgo más de su carácter sino la totalidad de él. De la misma manera que sabía que a un animal salvaje que sufría insomnio y tenía dolor de muelas no le gustaba que le tironearan de la cola.
-La roja está bien -Concedí.
Me subí a la máquina y procuré encenderla, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Nunca hagas algo que no sabes hacer aparentando que si lo sabes. Creo que las situaciones más absurdas del mundo se han dado siempre de ésta manera y también han sucedido muertes muy estúpidas. Oprimí un botón verde sobre el manubrio, rezando para que fuera el encendido, pero no ocurrió nada. Priscila arqueó las cejas y esperó con los brazos cruzados. Giré inútilmente el manillar, apreté frenos, toqué una ridícula bocina, pero el motor continuó sin dar señales de vida. El Carcomante empezó a molestarme con sus risitas y sus simulacros de pedorreta.
Estaba a punto de admitir mi derrota cuando descubrí la patada de arranque, que era un pedal pequeño y cromado, con finos grabados artesanales escondido allá abajo, justo a la medida de mi pierna baleada y entumecida. Lancé una maldición.
Las sirenas se oían más cerca y eran como brujas incansables y despiadadas.
-Estamos esperando a que te decidas. Si no te molesta, claro. Estaría bien que colaborases un poco -Priscila adquiría ese falso tono amigable justo antes de entrar en sus clásicas rabietas.
-Zi Monito inútil, eztaría máz que bien. Máz que bien -Apremió el Carcomante.
Sin pensar en nada. Lancé mi mejor patada de burro. La pierna empujó el pedal y éste rebotó, devolviendo el impacto hacia arriba multiplicado por la compresión. El dolor fue instantáneo. Ahogué un rugido y me encogí tiritando y rogándole a Dios que me fulminara ahí mismo.
El motor tosió al estilo de las máquinas moribundas y eso fue todo.
-No estoy en condiciones de arrancarla -Dije.
Priscila hizo un gesto de fastidio.
-¡Dios mío, que tipo más inútil! ¡No puedo creer que tengamos que hacer todo nosotros!
-No te preocupes, Monita. Voz zolamente encargate de subirnoz al ciclópedo, y dejame a mí contactar con el ezpíritu del Mecanizmo.
Así lo hicieron, Priscila me dio un codazo para que le hiciera lugar y tomó el manubrio. Pateó la moto, una, dos veces, y entonces, justo en el tercer intento (se me ocurrió que sin las llaves jamás funcionaría) el Carcomante gritó una palabra. Algo que me sonó irreproducible y absurdo como el eructo de un buey.
Entonces la moto cobró vida y el motor ronroneó enérgico y alegre correspondiendo al llamado.
En lo que concernía a esa criatura, ya nada me sorprendía.
-¡Eah Monita! ¿No te lo dije? Y ahora piremoz. Piremoz tan rápido como zea pozible, que no tengo intenzionez de verlez laz caraz a ezoz cochinoz polizontez. ¡Eah! ¡Y que el gran hazedor de pirámidez noz guíe hazia nueztro preziozo deztino!

Más tarde, en algún momento entre el atardecer y las primeras horas de la noche, fui testigo de una colosal luna llena que apareció en lo alto como un faro. También me pareció ver a otros motociclistas flotando alrededor nuestro como oscuros pájaros enfundados en cuero. Pero me zambullía en aguas confusas. Abría los ojos y creía que la misma gente que había causado el estrago en el cuartel de policía nos escoltaba ahora a lo largo de la carretera. El desierto tenía un resplandor fantasmal, como un incendio en negativo en los sueños de un loco.
Asombrosamente, entre los motociclistas iba el Jefe Marshall, conduciendo una lujosa Intruder Nightfall negra. Aún llevaba puesto el uniforme, pero este se veía sucio y desgarrado. Su cara expresaba una sonrisa demencial, mientras bebía largos sorbos de una petaca y alternaba palabras con los demás. Intenté mantener la vista en él pero ya a esas alturas bien podría tratarse de un sueño o una alucinación provocada por el agotamiento. Me aferraba a la cintura de Priscila con los ojos entornados y escuchaba el monótono ronquido de la Harley como si fuera una canción de cuna.
De tanto en tanto, entreabría el ojo sano para atisbar los rostros barbudos que me rodeaban y determinar si pertenecían a la realidad o solo a mi imaginación. ¿Quiénes eran estos tipos? ¿Por qué parecían sentirse felices en nuestra compañía? ¡Y, por el amor de Dios! ¿Que hacía el Jefe Marshall entre ellos? Absolutamente todo lo que veía era ilógico, parecíamos obedecer el guión de un dramaturgo borracho que no sabía hacia donde ir con sus personajes. Éramos los últimos pasajeros de un mundo sin reglas, y como tal continuamos adelante en la interminable línea recta del camino, cada uno sumido en sus propios pensamientos.

Al cabo de una hora me despabilé cuando la moto agarró un bache y vi un cartel acribillado a balazos. La palabra que señalaba era indescifrable y abajo se leía: 2 Millas. En realidad, el nombre del poblado carecía de importancia, pero se me ocurrió que estaría bien detenerse y tomar un café cargado, dormir en una cama tibia y hasta recibir un poco de atención médica. ¿Era eso mucho pedir? Sabía que no. Pero también sabía que era imposible que sucediera dada nuestra condición de prófugos. Y además en cada pueblo sabrían ya de nuestro escape y estarían alertas esperando la oportunidad de colaborar en la cacería. ¡Dios, como odiaba ese país de alcahuetes gangosos!.
El lugar resultó estar abandonado salvo por un puñado de coyotes que nos observaron pasar con curiosidad. El pueblo se conformaba por diez o doce casuchas de madera desvencijadas por el rigor del desierto. Pasamos frente a una estación de gasoil que se había venido abajo como un esperpento y de cuyos restos asomaba un polvoriento letrero que prometía los mejores precios del condado. Más adelante observé que donde terminaba el límite del pueblo se extendía una larga muralla alambrada. Una construcción fuera de lugar en esa zona y que parecía un perimetraje militar para pruebas nucleares.
Fue grande mi sorpresa cuando leí la palabra "zoológico" en grandes letras de latón despintadas sobre la entrada principal. ¿A quien se le ocurría construir un zoológico en medio del desierto, en una ruta apartada del mundo por donde solo andaban los coyotes y los criminales fugitivos?
Por encima de los grandes paredones de hormigón dos jirafas de plástico parecían estudiarnos con disimulada inteligencia. El sol había desteñido la pintura amarilla volviéndola de un pálido sucio que a la luz de la luna provocaba los más sinceros escalofríos.
-Esto es genial -Dije. -Un zoológico de animales de plástico con paredes de concreto de medio metro de ancho. Parece que Charles Manson también amaba a las bestias. ¿Pero en que estarían pensando estos yanquis? ¿Tendrían miedo de una fuga masiva?
El Carcomante me clavó una mirada fría.
-No ze trata de animalez, eztúpido. Con razón tu raza ze encamina hazia a la eztinzión.
-¿Extinción? Alguna vez me encantaría saber que es lo que pasa por esa cabecita horrenda.
El Carcomante ignoró mi comentario y dirigió una sonrisa benévola hacia las jirafas.
-¡Teletrazportadorez africanoz, maravillozoz maravillozoz teletrazportadorez africanoz, tal vez algún día nezezitemoz de elloz!
-Lo digo en serio. Hace mucho tiempo que vengo aguantando tus incoherencias. Supongo que es el precio que he de pagar por no haberte extirpado como un callo cuando tuve la oportunidad.
El Carcomante volvió su atención hacia mi y adoptó su rasgo favorito de enano taimado.
-Te zugiero que analizez bien tuz palabraz, Monito. No te olvidez que llegamoz hazta acá ezcluzivamente graziaz a mi.
-¿Gracias a vos? De eso no cabe duda. Lo que me parece increíble es que encima esperes gratitud de mi parte. ¿Esperaba Oswald gratitud de Kennedy? No. ¿Esperaba Chapman gratitud de Lennon? No. ¿Esperaba el parlamento francés gratitud de Maria Antonieta? No.
-No ezpero que entiendaz nada de lo que diga, no ezpero nada de un cretino reinzidente. Eztá claro que nueztraz inteligenziaz eztán a añoz luz de diztanzia. No obztante, y por una muy trizte coinzidenzia cózmica, nueztrazz rezpectivaz razaz uzan el mizmo alfabeto para nombrar laz mizzmaz cozaz.
-¿Ah si? No me digas. Entonces la expresión “engendro entrometido” debe ser conocida para la gente de tu raza.
-Te lo advierto, Monito. No subeztimez mi poder. No te eztáz midiendo con ningún Teniente de pacotilla.
-Me imagino que no. Me estoy midiendo con un mequetrefe que usurpó el cuerpo de mi chica y me arrastró por una pesadilla que no tiene pinta de acabar nunca. ¡Maldito sea el día en que apareciste en nuestras vidas, verruga asquerosa!
Esta vez el insulto pareció surtir efecto.
-¿Verruga azqueroza? ¿Verruga azqueroza? ¿Quien ez la verruga azqueroza? ¡Horrible mono inzzolente! Ponerme a tu nivel ez como zi a Kazparov le ofrezieran una partida de ajedrez con una cucaracha. Tamaña arrogancia, pedirme ezplicazionez. ¿Que zabez voz de la evoluzión de lozz Narcnaiz romboidalez? ¿Que zzabezz vozz de la dizzoluzión del convenio de laz ziete langoztaz de platino? ¡Nada! No zoz máz que un trizte y patético Mono Zapienz. ¿Zapienz? Que digo Zapienz, apenaz Mono Erectuz, y ni ziquiera ezo a juzgar por tu eztado fízico. Dame un motivo para que no te deje zeco aquí mizmo. Tu zimple prezenzia ya ze me antoja inzoportable. ¡Prizila! ¡Prizila, quiero que detengazz ezzte ziclópedo ya!
Cuando Priscila obedeció la orden del Carcomante, supe que estaba en verdaderos problemas.
-No exageres, no hacía falta llegar a estos extremos -dije en tono conciliador. Pero ya intuía lo que se avecinaba.
Priscila se detuvo a un costado del camino, y más adelante, los otros motociclistas hicieron lo mismo.
Priscila se bajó de la moto con un movimiento de gata, a un tiempo elegante y mortífero. El Carcomante estaba rojo de ira y si era tal cosa posible, se veía más feo que de costumbre.
-Antes que nada quisiera decir en mi defensa que...
Pero Priscila no me dejó acabar la frase. El cachetazo me azotó la mejilla como un latigazo. Mi ojo colgante observó en un vaivén mi pie izquierdo y mi nariz, mi pie derecho y mi oreja izquierda.
-¡Quiero que ze vaya! No lo nezezitamos máz. Lo único que haze ez entorpezer nueztro objetivo.
-¿Qué?
-Ya lo oíste. Lo nuestro se ha terminado -dijo Priscila.
-¿Qué? -pero la estocada ya estaba dada. Finalmente el momento tan temido había llegado.
-Priscila, mi amor, discutamos esto con tranquilidad.
-No hay nada que discutir.
-Es ridículo -alcancé a balbucear. ¿Pero que cosa no lo había sido, que miserable cosa no lo había sido desde el comienzo?
-Y no nos sigas -dijo Priscila con voz glacial y terminante. No hubo nada en su tono que me diera esperanza o valor.
Bajé de la moto y caí sobre la banquina a causa de mi pierna herida. Quedé sentado con las manos sobre las rodillas como el Jefe Seattle esperando a sus hermanos para una sesión de pipa de la paz.
-¿Por qué ahora? -pregunté. Por toda respuesta obtuve el polvo de la rueda trasera en la cara y la visión de la espalda de mi amada alejándose a toda velocidad.
Priscila me abandonaba y corría hacia el futuro sin detenerse a darme explicaciones. El fuego que la consumía la llevaba hacia un sitio inalcanzable y desconocido. Un sitio donde con toda seguridad el Carcomante sería el protagonista y mi presencia sería definitivamente vedada, y mi recuerdo olvidado y mi nombre enterrado, por los siglos de los siglos.






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